Ya no recuerdo la
infinidad de veces que en el colegio tenía que explicar que realmente sí tenía
siete años y que era bajita porque mi mamá lo era, y mi abuelo también lo fue, y etcéteras por
doquier.
Cuando tuve la
capacidad para darme cuenta cuanto podía molestarle a los demás el hecho de yo
fuera diferente, de que midiera mucho menos que ellos, me provocaba mucha
molestia.
En un principio era
cargadas en la escuela, chistes por lo bajo, dudas de los adultos acerca de mi
contextura física. En la adolescencia las cargadas aumentaron, dibujos de mi
identikit, con mi diminuto cuerpo y los grandes anteojos de lectura que usaba,
interrogatorios por parte de los patovicas a la hora de entrar a un boliche
donde por supuesto si no llevaba el documento no pasaba.
Pero la peor etapa
fue finalizada el secundario, a la hora de salir a buscar laburo, cuando me
encontraba en juego con una necesidad de trabajar, de tener mi independencia.
Es que a los analistas obsesivos de las oficinas de recursos humanos les
encantaba mi curriculum, y por eso es que me llamaban de todos lados, pero todo
se terminaba cuando llegaba la entrevista laboral cara a cara y podían
dilucidar (según ellos a ciencia cierta) de que una chica con esa altura no
merecía ese puesto.
Entonces el complejo
pasaba de ser un complejo a convertirse en un verdadero obstáculo contra el que
nada podía hacer. Ni la cantidad de libros que había leído, ni los cursos que
había realizado, ni los estudios universitarios encaminados, nada valía la pena
cuando uno medía un metro treinta y siete…
Entonces decidí
seguir la vida en el monótono conformismo de la sociedad, sin entender
demasiado, pero supeditándome a las órdenes de los justicieros y altos
relacionistas laborales.
Con el tiempo
aprendí una más de todas las cosas con las que los seres humanos nos
conformamos. Pero también me sirvió para ver con que vara muchas veces medimos
al otro.
Hoy mi hija esta en
segundo grado, y es inevitablemente la más bajita de su grado, la primera de la
fila, la chiquitita, la petisita, etc. Ella también ha sufrido los embates de
su estatura, sólo que para peor, de una manera mucho más dura que la de mi
época. Pero no nos equivoquemos, no son los niños los que cada vez están más
crueles, es que la educación viene de casa: cuando nos reímos del gordito en la
tele, cuando insultamos a los que están en las cancha de fútbol, cuando le
decimos a nuestros hijos que se cuiden del entorno, cuando avalamos la tortura
o la discriminación de un pibe de la calle.
Todo ocurre desde
el día en que nos levantamos y nos creímos superiores porque no somos
analfabetos, o porque podemos darnos el lujo de irnos unas vacaciones o
comprarnos una camisa con etiqueta conocida, o porque leímos mucha literatura y
nos expresamos con eufemismos baratos.
Pero de todo eso, el Otro no tiene la culpa, no ha pedido
nacer en un barrio duro y humilde bordeado por la miseria. No ha buscado estar
excedido de peso para recibir la humillación de una empleada en una tienda de
ropa. No quiso ser bajito para que todos los consideren inferior por ello.
Las diferencias sirven para exaltarnos, para sacar cosas
buenas de ello, para ver que no somos iguales y que eso es justamente lo bueno,
lo fantástico del ser humano, lo que debería mantenernos unidos.
Pensar en el Otro,
poder aceptarlo tal cual es, es olvidar todo tipo de materialismo, es abordar
al prójimo para conocer sus profundidades, es decidir una amistad o un amor
porque considero que su interior me gusta o tal vez no.
Porque en definitiva como dijo alguna vez nuestro querido
Principito: Lo esencial, es invisible a los ojos… Sólo se ve bien sino con el
corazón,
Hermoso e interesante blog!! Te sigo y te dejo los míos:
ResponderEliminarhttp://participes.blogspor.com
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Besos....Pat