sábado, 16 de mayo de 2020

Las testigos. La del medio es la risueña de la carcajada incomprensible



TESTIGOS POR ACCIDENTE

Es una mañana como cualquier otra en el maravilloso planeta de mi infancia perfecta y feliz. Mi vieja nos despierta con el mate cocido para ir a la escuela. Seguro que hace frío porque todas las mañanas escolares que recuerdo son con un clima gélido espantoso propicio para no asomar ni siquiera la nariz por la frazada, pero pese a eso, amo ir a la escuela.

 Salimos y a dos cuadras mi mamá pasa a buscar a mi prima Nadia que también va conmigo, a la misma escuela y al mismo grado. Caminamos por las veredas heladas. Miento si digo que vamos en silencio. Todas, seguramente desean eso, pero yo no. Yo voy contando cualquier cosa, lo que sea con tal de no darle permiso al sigilio. A mí la mañana no me trae limitaciones, ni mal humores ni ganas de hacer silencio.

 Por un momento, voy dando saltitos y tarareando la melodía de Los Pitufos, (por Dios que energía a esas horas de la mañana) Estamos a una cuadra de la escuela y parece que va a ser un día lleno de magia como el resto de los anteriores cuando entramos y cantamos Aurora aunque estamos dormidos, cuando suena ese primer timbre sabroso del recreo que nos agolpa como ovejas frente a la ventanita del quiosco.

 Pero algo irrumpe la tranquilidad y la rutina. Algo hace que lo normal se salga de su eje. El recorrido habitual fruto de mis días escolares se parte en pedazos cuando escuchamos un golpe seco pero estruendoso a la vez, firme y contundente. Es la cabeza de un chico sobre el cordón de la vereda. Un auto lo atropella. El conductor se baja con desesperación, se agarra la cabeza y grita: -¡Dios mío que hice, que hice!

 Nosotras nos quedamos estupefactas. Mi canción de Los Pitufos ya no sirve más para ese recorrido. Algo por fin, ha logrado hacerme callar. De repente se empieza a escuchar una risa, una risa intermitente en forma de carcajada casi inexplicable en ese contexto. Observo que la risa no está lejos, es mi prima que no puede parar de hacerlo y yo en verdad no entiendo que tiene que ver la risa con el accidente. Después mi mamá que ve mi cara desorbitada me explica al pasar que en ciertas ocasiones de los nervios algunas personas se ríen.

  El chico es un alumno del Cervantes. Mi madre da aviso a la directora. Días después se sabe que está bien y que se olvidó de mirar para los dos lados al cruzar la calle. Pero ese día, no pude escuchar ni siquiera las primeras palabras de Alta en el cielo, ese día no pude aventurarme a dar vuelta las tapitas de las merengadas y que giren como calesitas. Ese día no me animé a ser ni ladrona, ni policía en el poliladrón, ni azul, ni roja en la bruja de los colores. Ese día solo retumbaba ese ruido craneal sobre el cordón pero en mi cabeza. Ese día la rutina se me salió por las neuronas, por mi pequeño cuerpo autómata de recorridos escolares igualitos. Ese día fui testigo  del primer accidente que había vivenciado en mi corta vida y que no olvidaría jamás, pues ya se sabe que cuando algo rompe con lo habitual, cuando se salta de la hora señalada, deja un recuerdo tan certero como la carcajada de mi prima en medio del salto dramático.


viernes, 15 de mayo de 2020



50 DÍAS
 En los que hicimos flan, budín, bolitas de fraile, bizcochuelo, galletitas, bizcochitos y comimos, comimos mucho, por montones.

 Nos conformamos con programas de televisión paupérrimos, series buenas o películas largas. Tuvimos tiempo para soportar que Rose no le ceda ni un lugarcito de su tabla a Jack y volver a enojarnos por ello.

Algunos evadimos la siesta, otros le sacaron jugo a sabiendas de que se levantaban sin saber qué hora era, en qué planeta estaban o con quiénes vivían.
 Cantamos el feliz cumpleaños cientos de veces al día sin tener ninguno, solo por dejar las manos más limpias que nunca en la vida.

Para los feos, al fin nos llegó el tiempo de la reivindicación con el uso de los tapabocas, pero hemos claudicado un poco los que a la vez somos feos y chicatos.

Nos volvimos más tolerantes… ¿Nos volvimos más tolerantes? A aquello que jamás imaginaríamos tolerar: 50 días sin comprar cosas que no necesitamos, 50 días escuchando más de mil veces las mismas preguntas de los mismos periodistas: ¿Hay que lavarle las patas al perrito con lavandina? ¿Qué hago si justo me caigo al piso y me rasqué la oreja y después me tropecé con una baldosa y esa baldosa tenía coronavirus?; 50 días sin saber si quiera que día es; 50 días sin viajar como ganado con la ñata contra el vidrio; 50 días sin llegar tarde a ningún lado; 50 días sin planificar casi nada, en la nada misma, 50 días que es necesario escribir en números para que sepamos cuánto tiempo hemos aguantado.

Hemos escuchado expertos y prestamos atención. Hemos escuchado inexpertos mal llamados especialistas y tuvimos miedo.

Nos levantamos saltando y abriendo las cortinas y bailando a lo Julie Andrews en la novicia rebelde y nos hemos acostado llorando como Andrea del Boca en Celeste siempre Celeste.
Fuimos Ulises camino al súper, atravesando góndolas con cuidado, evadiendo precios exorbitantes, clavando miradas fijas con el otro para ver si estamos saludando al vecino o a un desconocido, sin tocar el maple, anhelando la llegada de la levadura y volviendo a casa, sintiendo que apenas el perro nos reconoce, porque el resto solo nos permite la entrada una vez superado el protocolo “lavandinar”.

 Universalizamos el lenguaje de los memes y así todos nos vamos riendo de las mismas cosas.
 Escribimos más que  nunca porque nos dimos cuenta que escribir es casi igual a tomar una fotografía, es capturar tiempos, momentos y recuerdos. Y leímos todo, leímos libros guardados, libros prestados, libros para el verano, para el profesorado, PDF, leyendas de los Palitos de la Selva.
Personalmente, no hice ejercicio, no hice tik tok (Gracias Dios que no lo permitiste), no hice dieta, ni hice cronogramas, ni planificaciones. Pero sí, reforzamos nuestra relación con Jesús, nos sentimos dependientes de Él, al cien por cien, pues de otra manera hubiese sido imposible.

Celebramos cumpleaños en pantallas, video llamadas entrecortadas, conferencias con multiplicidad de interrupciones por segundo y mensajes intermitentes que nos hacen explotar el celular.
Nos pegamos a la joggineta más que nunca, tomamos distanciamiento social con el peine dejando así que las lagañas fluyan y los rodetes emerjan alejándonos casi para siempre del espejo.
Y algunos, no sé si todos, entendimos. Entendimos lo lindo que era a veces la rutina de salir, de pedalear hasta el trabajo, de llegar a destino. Entendimos que estúpidos fuimos al relegar encuentros con nuestros viejos: “La semana que viene, si puedo voy”. Entendimos que no necesitamos el dinero para casi nada más que llenar una olla y que lo otro muchas veces son caprichos. Entendimos que hacer algo productivo o no en cuarentena, no nos hace mejores, que quizá lo que puede ayudarnos es dejar de ser necios, tercos y orgullosos. Entendimos que la escuela es después de casa, uno de los lugares más maravillosos del planeta, un “locus amoenus” donde los pibes juegan, aprenden, hacen amigos, ríen, a veces lloran, crecen y son libres. Entendimos, como familia cuánto nos necesitamos, nos conocimos mejor, pudimos dejar de decir: ¡Ahora no, no tengo tiempo! Y sin que el reloj se detuviera, pudimos mirarnos a los ojos. Entendimos que debemos amarnos sí o sí porque si no nos reconciliamos con nosotros mismos ¿Quién lo va a hacer? Entendimos que los abuelos son piedras preciosas, que hay que cuidarlos y escucharlos, sin importar cuántas veces nos cuenten las mismas historias.


Entendimos que podemos perder costumbres, hábitos, deseos, paseos, dinero, metas personales pero no el Amor, con eso es imposible negociar. El amor es el que permanece para siempre, y el que nunca, nunca, dejará de existir por más que el aislamiento dure eternamente.

sábado, 2 de mayo de 2020



























LA PANDEMIA ERA YO

   Muchos de los que me conocen, ya conocen está historia. Suelo contarla frecuentemente como una anécdota graciosa de mi vida pero siempre dejo una moraleja aunque no se trate de una fábula sino de algo real que sufrí en mi adolescencia e incluso aunque la mayoría de las veces el receptor se quede con la parte sarcástica descostillándose de la risa con el relato.
Tenía trece años e iba a un colegio privado medio concheto que para mis padres era difícil pagar, pero en el que seguramente pensaban que sería bueno para mí futuro. Así que ahí había entrado yo, con un examen de ingreso al que encima tuvieron que pagarme clases particulares para que el de matemáticas lo  pueda dar bien ya que nunca fui buena con los números. Aprobé el ingreso y entré al dichoso colegio que era sinónimo de “familia” y “comunidad escolar”.
 El uniforme era horrible. Los compañeros era en su mayoría los chicos bien (o mejor que yo seguro) que había compartido toda la primaria juntos y era la primera vez que tenía frente a mí docentes a los que había que dejar de llamarlas “Seño” para pasar a decirles: “Profe”, pero yo en lugar de eso una mañana tuve un fallido y al profe de historia le dije: “Papá”. Nada podía salir peor. O eso al menos creía yo.
   Por mucho tiempo creí que la culpa de este episodio fatídico y ahora ya superado, había sido toda mía. Resulta que era la hora de no recuerdo que materia pero lo único que recuerdo bien de ese día y hasta ese momento es que a mí me picaba la cabeza como loca y de hecho no dudaba en rascármela. A los minutos, la directora me mandó a llamar. Todos como siempre al mejor estilo de  “Tronchatoro” le tenían un miedo impávido a la directora, sobre todo cuando te sacaba de una clase para mandarte a llamar, pero yo no. Siempre había sido buena alumna y había tenido buena conducta, la típica alumna que (hasta ese momento) por lo único que podía llegar a llamar la atención era por los cuentos que leía en clase delante de todos, pues era lo que más me gustaba hacer.
 La directora me hizo sentar y me preguntó de muy mala manera. ¿No sabes porque te mandé a llamar? Respondí que no, y sentí que un hielo helado comenzaba a correr por mi espalda. No tenía la menor idea pero en verdad estaba comenzando a sentir ese miedo clásico que deben sentir los bravucones cuando se mandan una en la escuela. – “Te mandé a llamar porque tenés piojos, y si tenés piojos es porque sos sucia, así que hasta que no te saques piojo por piojo vos a esta escuela no volvés”- Yo la miré helada, estupefacta. Sin saber que decirle. Solo atiné a decirle un –no- muy bajito mientras ella me gritaba diciéndome que le diga a mi mamá que me compre Detebencil y  me ponga cada día hasta terminar con pediculosis.
 Esa señora no mentía. La verdad es que yo estaba llena de piojos, lo había estado creo que desde que empecé el pre escolar y mi mamá en la casa de mi abuela me ponía kerosene, Nopucid, vinagre, agua oxigenada y no sé cuántos venenos más. Los tenía desde que cada tarde al volver del colegio ella me sentaba en el sol boca abajo a sacarme cada piojito con sus uñas (como los monitos) pero jamás me habían pedido que acabara con ellos de esa manera, ni me había tratado de sucia, ni menospreciado de esa manera.
  Salí de la dirección, directo al baño, roja de la vergüenza pensando el invento que les diría a mis compañeros cuando me preguntaran de seguro por ese llamado de atención en clase. Pero no hizo falta explicarles nada, porque la directora ya lo había hecho mientras yo estaba en el baño. Ya les había dicho a mis compañeros, mis primeros compañeros del secundario, que yo tenía piojos. Que la pobre tenía piojos, que la sucia tenía piojos. Era justo el horario ya de salida y todos mis compañeros me miraban como si tuviera la pandemia más contagiosa y peligrosa del planeta, ninguno se me quería acercar e incluso dos pibas se alejaron de mí casi corriendo.
   Mi viaje en el colectivo fue terrible, aguantando el llanto para que nadie me preguntara nada en la calle. Cuando bajé, no me olvido más. Mis lágrimas caían solas sobre esa calle de tierra que más que tierra era polvo y parecían inundarlo todo. Llegué llorando casi a los gritos y me tiré en la cama. Mi padre se preocupó muchísimo porque de la angustia yo no podía explicar porque lloraba tanto. Se asustó tanto que pensaba que se había tratado de un abuso. Cuando le conté, me llevó a un vivero para comprar otro veneno más (que claramente no era para piojos y era otra recomendación de mi madre) para acabar con los piojos. Me sacaron cada piojo y lo más difícil aún: ¡Cada liendre!
  Hoy que han pasado ya veinticinco años de ese episodio pienso que mi papá no estaba tan errado. Había un abuso pero un abuso de poder por parte de alguien que me habían enseñado toda la vida que merecía mi respeto y obediencia: la directora. Yo había creído que todo era culpa mía por no cuidar mi aspecto, por ser desinteresada y piojosa, realmente sentía que había sido justo el desprecio y la discriminación pero de las cosas malas también se aprende y sirven para saber que nunca, jamás en la vida podía aspirar a ser como esa docente. Con el tiempo al contar tantas veces esa historia y reírme de la situación logré caer en la cuenta de que el único problema lo tenía ella con sus alumnos. Y yo, yo lo único que tenía en la cabeza en ese momento era lo que la mayoría de las nenas tienen en la cabeza a la edad de trece años: piojos y las canciones de los Guns n Roses resonando una y otra vez.



lunes, 27 de abril de 2020

LO BUENO VIENE EN FRASCO CHICO... PERO EL VENENO TAMBIÉN





LO BUENO VIENE EN FRASCO CHICO… PERO EL VENENO TAMBIÉN

Si hay algo que a veces se vuelve recurrente en mis relatos, es el tema de mi altura. No es que haya quedado traumada, acomplejada o sea monotemática. Nada de eso. Resulta que he vivido infinidad de situaciones donde todo se supeditaba a cuanto medía

 Maestras que no me creían que era de sexto grado y pensaban que era de primero, catequistas que preguntaban ¿No es muy chica para tomar la comunión? Niños de la colonia que decían amorosamente: - ¡Andá con tu grupo vos sos chiquita acá! Y vecinas que me miraban cuando salía a comprar con cara de: - Pobre criatura, tan chiquita y va a comprar-

 Ilusa yo, creía que llegada a la etapa donde todas las maestras de ciencias naturales hablan de crecimiento y pubertad crecería de tal forma que ya nadie tuviera conjeturas acerca de mi persona y del día que nací. Como veía que la cosa seguía igual, que con doce años mi estatura era la misma que la de los diez, opté por aprenderme el DNI de memoria ante las difamaciones. -En cuanto duden, les chanto mi DNI y fecha de nacimiento- pensaba, como para cerrar bocas y terminar con las dudas ajenas.

 Así todo, me dí cuenta que el mundo estaba hecho para los desconfiados. Y para los metidos también. Nadie creía mi edad, pero a todo el mundo le interesaba saber cómo era que con catorce años era tan chiquitita. Los que no se veían tan preocupados con el cuestionamiento eran mis padres. Mi viejo bailaba en su salsa cuando le decían que las zapatillas talle niño eran más baratas o que para determinado espectáculo pagaban entrada a partir de los doce. Tranquilamente gozaba de esos beneficios gracias a que nos había fabricado a mí y a mis hermanos con unos cuantos centímetros menos.

 Pero un día sucedió algo que me sacó un poco del melodrama y del complejo físico. Una vez que fui a ver a una amiguita mía a un hospital porque había tenido un accidente. Fue en el horario de visita que ingresé con la mamá de Romina para poder verla. El policía me miró serio pero a la vez con cara de: -¡¿Y esta niñita qué pretende?! Yo me olvidé que las visitas eran a partir de los doce años de edad, porque yo ya tenía trece y en verdad eso no me preocupaba. Pero él custodio de mirada autoritaria y postura rígida ya estaba gozando y saboreando sus palabras mágicas, las únicas que disfrutaba decir cada día de su vida: - No, usted no puede pasar-

 Lo miré sin entender, la mamá de Romina se acordó y me pasó mi documento que ella guardaba en su cartera: Se lo dí feliz y desafiante. El tipo lo miró de arriba abajo, miró la foto bien y hasta me preguntó el número. Se lo dije como una piba estudiosa que se recita la poesía de la paloma blanca en el verde limón y a regañadientes, mordiendo el polvo, tuvo que dejarme pasar.

 Desde ese día caí en la cuenta lo disfrutable que era correr del eje a los desconfiados. Me dí cuenta que para el ojo humano es mucho más fácil suponer y afirmar que conocer y aceptar. Me dí cuenta que caminamos rodeados de supuestos sin abrirnos a la maravilla que el otro puede ofrecernos. En ocasiones nos hemos perdido de conocer personas fantásticas tan solo porque en la escuela nos dijeron: - Mi mamá me dijo que no me junte con vos- o en el trabajo: - Viste el nuevo que entró la cara de raro que tiene, con ese hay que tener cuidado-

Después de ese día me dí cuenta del poder invisible que tenemos los petisos. Caminar entre el tumulto atravesándolo sin chocar a nadie, entrar a las casas de los amigos que se olvidaron una llave, ganar casi siempre a la escondida, dormir como una campeona en los asientos de los micros, seguir comprándome zapatillas talle niño para gozar del descuento, zafar de los Testigos de Jehová que cuando venían a mi casa preguntaban: -¿ Está tu mamá?- a mis 30 años,  llenarme en seguida con cualquier comida, salir en las fotos porque te ponen adelante o si no quiero salir simplemente colocarme disimuladamente atrás de todo (la segunda opción suele ser la que más elijo)

 Por supuesto seguirá teniendo sus contras: Como cuando antes de casarme tuve que recorrer las zapaterías del mundo entero para conseguir un zapato blanco número treinta y tres que no sea de comunión, sino de novia o como cuando quedé embarazada y por la calle todos miraban a mi marido con cara de pedófilo.


  Pero lo mejor de todo es lo que me enseñó mi vieja, cuando me lo dijo en primer grado no lo entendí bien pero ahora sé que lo bueno viene en frasco chico: puede ser esa niña que crees que soy, siempre y cuando la entrada de las piletas salga más barata, pero el veneno también: y ahí es cuando te planto el dni y te digo: ¿Así que mi estatura es la misma con la que puedo medir tu cerebro prejuicioso?