50 DÍAS
En los que hicimos
flan, budín, bolitas de fraile, bizcochuelo, galletitas, bizcochitos y comimos,
comimos mucho, por montones.
Nos conformamos con
programas de televisión paupérrimos, series buenas o películas largas. Tuvimos
tiempo para soportar que Rose no le ceda ni un lugarcito de su tabla a Jack y
volver a enojarnos por ello.
Algunos evadimos la siesta, otros le sacaron jugo a
sabiendas de que se levantaban sin saber qué hora era, en qué planeta estaban o
con quiénes vivían.
Cantamos el feliz
cumpleaños cientos de veces al día sin tener ninguno, solo por dejar las manos
más limpias que nunca en la vida.
Para los feos, al fin nos llegó el tiempo de la
reivindicación con el uso de los tapabocas, pero hemos claudicado un poco los
que a la vez somos feos y chicatos.
Nos volvimos más tolerantes… ¿Nos volvimos más tolerantes? A
aquello que jamás imaginaríamos tolerar: 50 días sin comprar cosas que no
necesitamos, 50 días escuchando más de mil veces las mismas preguntas de los
mismos periodistas: ¿Hay que lavarle las patas al perrito con lavandina? ¿Qué
hago si justo me caigo al piso y me rasqué la oreja y después me tropecé con
una baldosa y esa baldosa tenía coronavirus?; 50 días sin saber si quiera que
día es; 50 días sin viajar como ganado con la ñata contra el vidrio; 50 días
sin llegar tarde a ningún lado; 50 días sin planificar casi nada, en la nada
misma, 50 días que es necesario escribir en números para que sepamos cuánto
tiempo hemos aguantado.
Hemos escuchado expertos y prestamos atención. Hemos
escuchado inexpertos mal llamados especialistas y tuvimos miedo.
Nos levantamos saltando y abriendo las cortinas y bailando a
lo Julie Andrews en la novicia rebelde y nos hemos acostado llorando como Andrea
del Boca en Celeste siempre Celeste.
Fuimos Ulises camino al súper, atravesando góndolas con
cuidado, evadiendo precios exorbitantes, clavando miradas fijas con el otro
para ver si estamos saludando al vecino o a un desconocido, sin tocar el maple,
anhelando la llegada de la levadura y volviendo a casa, sintiendo que apenas el
perro nos reconoce, porque el resto solo nos permite la entrada una vez
superado el protocolo “lavandinar”.
Universalizamos el
lenguaje de los memes y así todos nos vamos riendo de las mismas cosas.
Escribimos más
que nunca porque nos dimos cuenta que
escribir es casi igual a tomar una fotografía, es capturar tiempos, momentos y
recuerdos. Y leímos todo, leímos libros guardados, libros prestados, libros
para el verano, para el profesorado, PDF, leyendas de los Palitos de la Selva.
Personalmente, no hice ejercicio, no hice tik tok (Gracias
Dios que no lo permitiste), no hice dieta, ni hice cronogramas, ni planificaciones.
Pero sí, reforzamos nuestra relación con Jesús, nos sentimos dependientes de
Él, al cien por cien, pues de otra manera hubiese sido imposible.
Celebramos cumpleaños en pantallas, video llamadas
entrecortadas, conferencias con multiplicidad de interrupciones por segundo y
mensajes intermitentes que nos hacen explotar el celular.
Nos pegamos a la joggineta más que nunca, tomamos
distanciamiento social con el peine dejando así que las lagañas fluyan y los
rodetes emerjan alejándonos casi para siempre del espejo.
Y algunos, no sé si todos, entendimos. Entendimos lo lindo
que era a veces la rutina de salir, de pedalear hasta el trabajo, de llegar a
destino. Entendimos que estúpidos fuimos al relegar encuentros con nuestros
viejos: “La semana que viene, si puedo voy”. Entendimos que no necesitamos el
dinero para casi nada más que llenar una olla y que lo otro muchas veces son
caprichos. Entendimos que hacer algo productivo o no en cuarentena, no nos hace
mejores, que quizá lo que puede ayudarnos es dejar de ser necios, tercos y
orgullosos. Entendimos que la escuela es después de casa, uno de los lugares
más maravillosos del planeta, un “locus amoenus” donde los pibes juegan,
aprenden, hacen amigos, ríen, a veces lloran, crecen y son libres. Entendimos,
como familia cuánto nos necesitamos, nos conocimos mejor, pudimos dejar de
decir: ¡Ahora no, no tengo tiempo! Y sin que el reloj se detuviera, pudimos
mirarnos a los ojos. Entendimos que debemos amarnos sí o sí porque si no nos
reconciliamos con nosotros mismos ¿Quién lo va a hacer? Entendimos que los
abuelos son piedras preciosas, que hay que cuidarlos y escucharlos, sin
importar cuántas veces nos cuenten las mismas historias.
Entendimos que podemos perder costumbres, hábitos, deseos,
paseos, dinero, metas personales pero no el Amor, con eso es imposible
negociar. El amor es el que permanece para siempre, y el que nunca, nunca,
dejará de existir por más que el aislamiento dure eternamente.
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