sábado, 2 de mayo de 2020



























LA PANDEMIA ERA YO

   Muchos de los que me conocen, ya conocen está historia. Suelo contarla frecuentemente como una anécdota graciosa de mi vida pero siempre dejo una moraleja aunque no se trate de una fábula sino de algo real que sufrí en mi adolescencia e incluso aunque la mayoría de las veces el receptor se quede con la parte sarcástica descostillándose de la risa con el relato.
Tenía trece años e iba a un colegio privado medio concheto que para mis padres era difícil pagar, pero en el que seguramente pensaban que sería bueno para mí futuro. Así que ahí había entrado yo, con un examen de ingreso al que encima tuvieron que pagarme clases particulares para que el de matemáticas lo  pueda dar bien ya que nunca fui buena con los números. Aprobé el ingreso y entré al dichoso colegio que era sinónimo de “familia” y “comunidad escolar”.
 El uniforme era horrible. Los compañeros era en su mayoría los chicos bien (o mejor que yo seguro) que había compartido toda la primaria juntos y era la primera vez que tenía frente a mí docentes a los que había que dejar de llamarlas “Seño” para pasar a decirles: “Profe”, pero yo en lugar de eso una mañana tuve un fallido y al profe de historia le dije: “Papá”. Nada podía salir peor. O eso al menos creía yo.
   Por mucho tiempo creí que la culpa de este episodio fatídico y ahora ya superado, había sido toda mía. Resulta que era la hora de no recuerdo que materia pero lo único que recuerdo bien de ese día y hasta ese momento es que a mí me picaba la cabeza como loca y de hecho no dudaba en rascármela. A los minutos, la directora me mandó a llamar. Todos como siempre al mejor estilo de  “Tronchatoro” le tenían un miedo impávido a la directora, sobre todo cuando te sacaba de una clase para mandarte a llamar, pero yo no. Siempre había sido buena alumna y había tenido buena conducta, la típica alumna que (hasta ese momento) por lo único que podía llegar a llamar la atención era por los cuentos que leía en clase delante de todos, pues era lo que más me gustaba hacer.
 La directora me hizo sentar y me preguntó de muy mala manera. ¿No sabes porque te mandé a llamar? Respondí que no, y sentí que un hielo helado comenzaba a correr por mi espalda. No tenía la menor idea pero en verdad estaba comenzando a sentir ese miedo clásico que deben sentir los bravucones cuando se mandan una en la escuela. – “Te mandé a llamar porque tenés piojos, y si tenés piojos es porque sos sucia, así que hasta que no te saques piojo por piojo vos a esta escuela no volvés”- Yo la miré helada, estupefacta. Sin saber que decirle. Solo atiné a decirle un –no- muy bajito mientras ella me gritaba diciéndome que le diga a mi mamá que me compre Detebencil y  me ponga cada día hasta terminar con pediculosis.
 Esa señora no mentía. La verdad es que yo estaba llena de piojos, lo había estado creo que desde que empecé el pre escolar y mi mamá en la casa de mi abuela me ponía kerosene, Nopucid, vinagre, agua oxigenada y no sé cuántos venenos más. Los tenía desde que cada tarde al volver del colegio ella me sentaba en el sol boca abajo a sacarme cada piojito con sus uñas (como los monitos) pero jamás me habían pedido que acabara con ellos de esa manera, ni me había tratado de sucia, ni menospreciado de esa manera.
  Salí de la dirección, directo al baño, roja de la vergüenza pensando el invento que les diría a mis compañeros cuando me preguntaran de seguro por ese llamado de atención en clase. Pero no hizo falta explicarles nada, porque la directora ya lo había hecho mientras yo estaba en el baño. Ya les había dicho a mis compañeros, mis primeros compañeros del secundario, que yo tenía piojos. Que la pobre tenía piojos, que la sucia tenía piojos. Era justo el horario ya de salida y todos mis compañeros me miraban como si tuviera la pandemia más contagiosa y peligrosa del planeta, ninguno se me quería acercar e incluso dos pibas se alejaron de mí casi corriendo.
   Mi viaje en el colectivo fue terrible, aguantando el llanto para que nadie me preguntara nada en la calle. Cuando bajé, no me olvido más. Mis lágrimas caían solas sobre esa calle de tierra que más que tierra era polvo y parecían inundarlo todo. Llegué llorando casi a los gritos y me tiré en la cama. Mi padre se preocupó muchísimo porque de la angustia yo no podía explicar porque lloraba tanto. Se asustó tanto que pensaba que se había tratado de un abuso. Cuando le conté, me llevó a un vivero para comprar otro veneno más (que claramente no era para piojos y era otra recomendación de mi madre) para acabar con los piojos. Me sacaron cada piojo y lo más difícil aún: ¡Cada liendre!
  Hoy que han pasado ya veinticinco años de ese episodio pienso que mi papá no estaba tan errado. Había un abuso pero un abuso de poder por parte de alguien que me habían enseñado toda la vida que merecía mi respeto y obediencia: la directora. Yo había creído que todo era culpa mía por no cuidar mi aspecto, por ser desinteresada y piojosa, realmente sentía que había sido justo el desprecio y la discriminación pero de las cosas malas también se aprende y sirven para saber que nunca, jamás en la vida podía aspirar a ser como esa docente. Con el tiempo al contar tantas veces esa historia y reírme de la situación logré caer en la cuenta de que el único problema lo tenía ella con sus alumnos. Y yo, yo lo único que tenía en la cabeza en ese momento era lo que la mayoría de las nenas tienen en la cabeza a la edad de trece años: piojos y las canciones de los Guns n Roses resonando una y otra vez.



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